Por Miguel Ángel Gómez Polanco
En 1943, justo cuando la caída del régimen Nazi pasó de lo inminente a lo palpable, las estrategias del Tercer Reich para darle seguimiento al cautiverio de la opinión pública fueron determinantes. Joseph Goebbels, ministro de propaganda nazi, recurrió a técnicas, entonces vanguardistas, que buscaron mantener la atención y lealtad inducidas por el imperio, pese a los acontecimientos que marcaban una clara tendencia a la derrota y que, evidentemente, comenzaban a hacer mella en la ciudadanía.
En este contexto, dos de los métodos más eficaces utilizados en los momentos de crisis por Goebbels -considerado por muchos el padre de la publicidad contemporánea- fue la provocación de desperfectos que alarmaran a la sociedad y dieran oportunidad al gobierno de Hitler de resarcir lo acontecido, aumentando la credibilidad en éste. Asimismo, la dosificación informativa e incluso la retención total de detalles respecto a lo que sucedía al exterior del país, como las muestras de la derrota que se avecinaba, causaba una marcada incertidumbre en la gente, pues cada vez era mayor el deseo de escuchar “buenas noticias”.
Sin embargo, dentro de todo lo malo que pudo significar la represión ejercida contra la población de la Alemania Nacional Socialista, había una característica que dio un respiro de sosiego dentro del caos: la información que se le daba a los ciudadanos era la que querían escuchar. Lamentablemente, lo que sucedería después con la manipulación de este sentimiento en la gente, es lo que rompería con lo que tal vez habría sentado un precedente en el manejo de masas, partiendo de un sesgo conveniente en la información.
Otro caso fue el protagonizado por el empresario del periodismo estadounidense William Randolph Hearst, autor de la legendaria frase “yo hago la noticia”. Su principal anécdota tuvo lugar a finales del siglo XIX, cuando la disputa entre los Estados Unidos de América y España por el control de Cuba trajo consigo un nuevo elemento a la batalla: el Canal de Panamá que, gracias a Hearst, apoyado por su periódico The Morning Journal, desencadenaría una guerra absoluta entre estos dos países, demostrando también el potencial de un medio de comunicación como promotor de la especulación y los intereses particulares.
¿Adivina hacia donde me dirijo? No dudo que sí. Hoy en día, el pueblo veracruzano puede considerarse el punto medio entre los dos pasajes narrados. Sí, porque queremos escuchar buenas noticias, esas que la élite gubernamental, tal vez ajena a sus intenciones –o por lo menos, eso quiero pensar-, está imposibilitada para difundir. De igual forma, la parcialidad informativa en los medios de comunicación también es una constante, incluyendo la herramienta de moda, que son las redes sociales.
Por eso es importante tener presente lo que, socialmente, es nuestro deber en estos momentos: legitimar una mentalidad insurgente, de vivas intenciones por estar informados y ocupar responsablemente nuestro conocimiento sobre la situación que vivimos; una especie de contragobierno, atípico, que nos de tranquilidad, pero no por lo que nos digan y queramos escuchar sino por lo que nosotros busquemos saber, repito, con responsabilidad.
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